La actual y ya vieja
política de austeridad demuestra su fracaso, pero la nueva política (de
crecimiento del empleo, reequilibrio de poder e integración solidaria
europea) no termina de aparecer.
El bloque dominante que lo impide sigue
siendo poderoso e impone, ante todo, la salvaguarda de sus intereses
inmediatos: devolución de la deuda pública y privada evitando el impago o
la quita a los acreedores financieros, abaratamiento de costes
laborales y garantías de altos beneficios empresariales, subordinación
de las capas populares, reducción de los derechos sociales y
prestaciones y servicios públicos, debilitamiento de las izquierdas y
neutralización de la indignación ciudadana…
Además, desconsidera las
grandes repercusiones negativas para la sociedad, cada vez más graves y
acumulativas, la deslegitimación de las instituciones y las fuentes de
inestabilidad a medio y largo plazo.
Su respuesta es intentar afianzar
el control social desde el reforzamiento institucional y la
instrumentalización del aparato mediático.
Por supuesto, también cabe que se consolide la opción autoritaria,
fuertemente regresiva en lo económico y con débiles sistemas
democráticos en lo político, con fuertes corrientes populistas de
derecha, mayor fragmentación social y destrucción de la capacidad
operativa de los movimientos populares progresistas y la izquierda
crítica.
Por otro lado, no se puede asegurar la realización de una salida
‘justa y progresista’ o el acercamiento a un horizonte social más
avanzado, muy improbable a corto plazo.
La cuestión relevante ahora es
que tiene sentido ampliar el apoyo social en torno a un proyecto
democrático y transformador, para cohesionar y fortalecer a esa base
social progresista y condicionar el proceso de conjunto.
La apuesta de las élites europeas dominantes parece que camina hacia el continuismo de la política de austeridad con ligeras modificaciones:
estímulos al crecimiento, unión bancaria, mutualización parcial de la
deuda…
Es la estrategia conservadora centroeuropea (alemana o del
norte), que cuenta con el aval crítico de sus partidos socialdemócratas y
con la relativa aceptación resignada de las élites dominantes
(económicas y políticas) del resto de países, aunque con cierta tensión
por su reacomodo o grado de subordinación y su adaptación al nuevo
estatus productivo e institucional.
Esta estrategia pretende neutralizar los efectos más destructivos
para el tejido económico y la cohesión social, así como la
deslegitimación política y la desafección en el sur, evitando dinámicas
desvertebradoras incontrolables.
Intenta la relegitimación parcial de
las élites, el nuevo reequilibrio de poder y el diseño institucional
ante la ciudadanía europea, sin democratización ni solidaridad entre los
estados, ni de la gestión de la UE.
Supondría, además de la hegemonía
económica del ‘norte’, un reequilibrio político e institucional con
predominio alemán y la subordinación tensa de Francia y los países
periféricos (la Europa alemana).
Es una salida lenta, gravosa para las
sociedades europeas (incluidas las capas precarias centroeuropeas) y de
readaptación subordinada y empobrecida del sur europeo
(incluida Francia), particularmente sus capas populares.
Supone
fragmentación y dependencia de sus aparatos económicos, fuerte
desigualdad social y un débil Estado social con limitada legitimidad
ciudadana.
Dada la persistencia de los valores democráticos e igualitarios en la
mayoría de la ciudadanía europea y española, es previsible el
mantenimiento de la indignación ciudadana y la deslegitimación social o
la crisis de confianza hacia sus élites políticas, por su
responsabilidad y su impotencia o pasividad respecto de una salida justa
y democrática de la crisis sistémica.
Está servida la pugna cultural
entre el fatalismo pasivo y la indignación activa, entre la disgregación
competitiva y la respuesta colectiva progresista.
En el fondo está la
tensión entre la continuidad o el cambio, entre, por un lado, el
discurso tecnocrático de la preponderancia del poder económico y la
actual capa gobernante y, por otro lado, la capacidad de la ciudadanía,
las personas, con su cultura democrática y de justicia social, con los
valores de libertad, igualdad y solidaridad, fundamentos para promover
un modelo social avanzado.
Centrándonos en el sur europeo, el impacto de los dos primeros
elementos (socioeconómico y político-institucional) configura un
panorama duro y grave. La crisis económica y social es profunda, sus
aparatos económicos son frágiles y dependientes y sus Estados de
bienestar más débiles.
Sus élites han fracasado en la modernización
económica de sus respectivos países y ahora están más endeudados,
subordinados y dependientes respecto del eje de poder centroeuropeo
(alemán) y mundial.
Aunque existen importantes diferencias entre, por un
lado, Grecia y Portugal (e Irlanda) y, por otro lado, España e Italia;
después viene Francia.
Supone un desafío para la renovación y
relegitimación de sus élites, la modernización de sus economías y la
democratización de sus sistemas políticos.
En definitiva, el fracaso de la actual política de austeridad ya se
va haciendo evidente, incluso para sectores de las élites poderosas.
El
recambio inicial es la opción continuista remozada y el discurso relegitimador.
La apuesta institucional europea, que se vislumbra para después de las
elecciones generales alemanas de otoño, es el continuismo de la política
económica dominante, intentando contener los desequilibrios europeos,
junto con una reorientación mínima –flexibilidad en la austeridad,
estatalización de riesgos de la deuda soberana, elementos de
crecimiento-.
Aunque conlleve una abundante ofensiva retórica, esa
opción es insuficiente para abordar los graves problemas estructurales,
al menos, para estos países periféricos.
Puede dar algo de oxígeno a su
situación socioeconómica y paliar alguna situación más grave. Pero es
insuficiente para garantizar la estabilidad socioeconómica y los
derechos de las clases trabajadoras centroeuropeas y, particularmente
para los países del sur europeo, no aporta soluciones equilibradas y
razonables a medio plazo, ni neutraliza la conciencia social de miedo,
frustración e indignación.
Por tanto, el aspecto principal de esta estrategia es ‘cambiar algo
para que nada cambie’, es decir, continuidad de la política económica y
la estructura de poder actual, con pequeños cambios que permitan ampliar
ciertas expectativas de avances hacia la salida de la crisis,
acompañados de una ofensiva retórica que neutralice las grietas de
legitimidad del sistema y consolide esa dinámica regresiva con fuertes
desigualdades.
Fuente : nuevatribuna.es/opinion/antonio-anton
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